lunes, 28 de agosto de 2023

Del libro El túnel

 EL TÚNEL



ANTECEDENTE BIOGRÁFICO DEL LIBRO EL TÚNEL

Por Harold Durand

El 4 de septiembre de 1970, en una concentración frente a la Municipalidad de Chillán, el compañero socialista Augusto Jiménez Jara leyó los escrutinios finales de la elección presidencial que daba como ganador al candidato de la Unidad Popular, el Dr. Salvador Allende.
Saltamos de alegría.
Gritábamos.
Nos abrazábamos.
Sin embargo fue el joven poblador que levantó en los brazos a su compañera como diciéndole que nos les faltaría nada en el socialismo, lo que comprometió mi corazón con el insólito programa revolucionario que llevaríamos a cabo. Imagen que se me aparecerá simbólicamente en las tareas del Gobierno Popular, ya cuando veía a los jóvenes voluntarios trabajar duro en las poblaciones o en el campo reformado, ya cuando los veía plantar árboles por todas partes, que me hacía creer en la realidad de los sueños. También, aunque con pena, cuando veía a los campesinos descuidar sus labores, o a los obreros salir con paños bajo el brazo de la fábrica de textiles para venderlos en el mercado negro, o a los jefes de oficinas públicas usar los vehículos fiscales en paseos de familia, que era como si arrojaran piedras a los cristales del sueño de esa joven pareja de pobladores.
Luis Corvalán nos lo había dicho en una conversación informal con la Jota en el local del Partido, en una visita a Chillán, luego del triunfo de la Unidad Popular: “Este es un ‘carril’, camaradas”.
Es lo que yo comenzaba a ver cada día, tanto por la falta de compromiso de los trabajadores y el desorden de los partidos de izquierda, como por el accionar cada vez más sincronizado de las oligarquías y el imperialismo.
Molesto por lo que veía, escribí una carta a la Dirección Regional del Partido, que me costó los cargos que tenía y el derecho a ser secretario de célula; en teoría, porque continué ejerciéndolos (el 11 de septiembre se me encargó la jefatura del comité de resistencia de la comuna de Quillón).
Pero yo todavía esperaba que lográramos superar estas debilidades de la revolución chilena; aun cuando cada día la reacción nos ganaba terreno con el sabotaje y la campaña política inescrupulosa, apoyada por la Iglesia católica y la Democracia Cristiana.
Hasta que una mañana el sueño de mi amada pareja de enamorados, cayó hecho trizas.
Comenzó la cacería.
Y un día también vinieron por mí.
Ocurrió el 24 de septiembre.
Aquella mañana me sacaron de la sala de clases con las manos en alto, apuntado con fusiles por una patrulla de carabineros y soldados, y me llevaron por el patio, con la cabeza gacha, en un silencio inusitado, hacia la salida de la escuela.
Levanté la cabeza al oír aplausos desde uno de los pasillos: era Cipriano Pino, el colega de Educación Física.
Una vez fuera del establecimiento escolar, me hicieron subir a un jeep que rápidamente me llevó al retén de Quillón, donde se me leyó una lista de acusaciones que si no hubiera estado tan asustado, habría creído que era una broma del sargento Lara, con el que nos habíamos tomado en otoño unas cañas de chicha después de echar un ojo a un agricultor que traficaba carne de vaquilla en barriles de vino, ya que yo era el jefe de JAP comunal y me correspondía controlar y denunciar el mercado negro.
En este listado de acusaciones, se me señalaba ser el cerebro del Plan Zeta en la comuna de Quillón, y según la información que se tenía, dirigiría el asalto al retén. Según este, pondríamos a los carabineros en las celdas y, en su presencia, violaríamos a sus mujeres, mientras otro grupo entraría en la iglesia a asesinar al cura, que, me enteré después, se lo creyó todo.
Otra de las acusaciones, muy grave por lo demás, era posesión de armas, desde un fusil AK- 47 a explosivos destinados a volar el puente del río Itata.
Evidentemente negué todo, que no tenía idea de algún plan, y que de armas, no sabía distinguir una pistola de un revólver, con lo que no hice más que agravar mi situación; por lo que comenzaron a pegarme con la culata de sus armas desenfrenadamente, al punto que Lara tuvo que ordenarles que me encerrarán en el calabozo.
Sin embargo no se rindieron con facilidad. Por la pequeña ventanilla me gritaron que me iban a matar, por huevón.
Atardecía cuando entró en el retén la mujer del carnicero. Estaba muy alborotada; movía los brazos; se sentaba en un banco y se paraba (la observaba a través de la ventanilla del calabozo). La cara la tenía roja como la carne de su carnicería. Y no cesaba de pasarse un gran pañuelo por la cara y el cuello, y por entre las tetas del escote de una blusa negra de flores blancas. Tan alborotada andaba, que apenas intentaba decir un par de palabras, se le acababa el aire.Tuvieron que traerle una caña de agua. Así que, luego de beber unos sorbos, pudo hablar. Comenzó diciendo, con la voz entrecortada, que me habían visto en un bosque, a las afueras de Quillón, con un grupo bien armado (habríamos sido los primeros guerrilleros), y que estaban esperando la noche para atacar, y que ella, casi sin aire en los pulmones, estaba aterrorizada, que por es… vin… corri… ndo… avisaaar... les… Cuando salió del retén, me la imaginé una diva con su pañuelo en la mano. Pero el público no estaba para aplausos.
Esperaron la medianoche para llevarme en un furgón a la comisaría de la comuna de Bulnes. Aquí me recibió un comité de recepción. Este consistía en un círculo de soldados y carabineros que peloteaban al recién llegado unos a otros —golpeándolo con sus armas—, hasta que caía inconsciente en el suelo. Enseguida uno de ellos lo arrastraba a un calabozo repleto de compañeros de miradas desconfiadas.
Es lo que hicieron conmigo.
“Qué bueno que llegó, camarada“, oí en la oscuridad del calabozo, y vaya uno a saber qué quiso decir con eso.
Fue la primera noche de una serie larga que se hacía más insufrible a medida que se consolidaba el golpe de estado.
Había un sargento de carabineros, apodado el Patán, que nos colgaba de manos y nos daba con una tranca que llamaba “La varita mágica”, que, según muchos, hacía hablar incluso a los mudos, lo que no era cierto, pues las confesiones eran antojadizas, pues no había nada que confesar ni nada que ellos no supieran.
En dos oportunidades me sacaron y me llevaron a otros retenes, porque alguien me había nombrado.
Los días pasaban, y la tortura era cada vez más despiadada.
En un interrogatorio les hablé de la política del Partido Comunista, con la intención de descartar la idea de un plan y de armas en nosotros; pero el resultado fue peor: los enfureció, ya que, como dijo el suboficial de carabineros de apellido Troncoso: “Este huevón sí que es peligroso, así que denle duro…”
Golpes con “La varita mágica”, puntapiés, “submarinos” en el abrevadero de caballos, mangueras de plásticos en los oídos con el chorro de agua a todo dar, quemaduras de cigarrillos…
Pero ya. Había que resistir; no había otra salida.
Una tarde vino un sargento de carabineros hablando a gritos, que le abrieran la puerta del calabozo, y dijo, apuntando con el dedo: “Tú, tú y tú…”, y nos llevaron hasta el muro del patio; enseguida nos vendaron y, como corresponde al ritual de ejecución, se nos puso un corazón de papel rojo en el pecho mientras los fusileros se aprestaban para cumplir la orden, sin que ninguno de nosotros atinara a exigir una explicación o a resistirse.
Es que llevábamos tanto tiempo sometidos a tortura, que aquello ha de habernos parecido el fin del calvario; aunque en el fondo de mi corazón se empozaban la tristeza por la vida que dejaba y el miedo por la muerte en que se me hundía, sin quererla, ni desearla, y tan lejos de mis seres queridos.
Tronaron los fusiles esa tarde de primavera en el ámbito del patio de la comisaría de carabineros.
Sentí las balas pasar por mi pecho, y oí caer a mis dos compañeros, sin que emitieran el menor quejido.
Aun así, extrañamente, sin dolor, yo permanecía en pie en un mundo que ya no tenía sonido.
Entonces vi el cielo y la tierra darse vuelta; y vi que me alejaba del lugar flotando hacia los campos que rodeaban la comisaría de carabineros, asombrado de sentir tanto alivio y de ver la luz tan pura; y vi en el patio infame –sin espacio ni tiempo– a carabineros llevarnos arrastrando al calabazo y cerrar la puerta de un golpe, que bastó para que yo retornara a mi cuerpo.
Esa noche no quise hablar ni escuchar a nadie; y al día siguiente, ya nada era lo mismo. Tampoco yo: únicamente quería irme de este mundo.
Pero la vida en la comisaría continuaba siendo la misma, que lo único nuevo eran nuevas formas de tortura.
Una noche me arrojaron en un calabozo y me dejaron solo. De vez en cuando venían y me pateaban. Así toda la noche. “¿Te quedaste dormido, concha de tu madre?”, decían golpeando la puerta con un arma, por el sonido agudo en la madera. A veces entraban y me tiraban agua, y me volvían a patear. Tampoco faltó el degenerado. Al día siguiente me tenían sentado en el abrevadero a una nueva sesión de tortura. Fue en ese momento en que me dije: “Déjate morir; no luches más…” Pero cuando me sumergían, vi a mis bebés: a Eric, de 2 años, a Paula, de 1 año, y a una niña, Carmen Gloria, que estaba en el vientre de su mamá aguardando salir a los abrazos. “¡No! ¡No! ¡Tengo que vivir!” Y es lo que decidí hacer como fuera en el instante que sumergían mi cabeza en el agua. Me dije, con mucha serenidad y cordura: ”Primero, insiste en explicar la política del Partido, así los fastidies; ganarás tiempo; y, segundo, deja de lado al héroe romántico y haz trampas, haz teatro. Y es lo que hice, y con mucho éxito. Mi maestro de teatro en la universidad, don Enrique Gajardo Velázquez, habría aplaudido, porque el desvanecimiento estuvo perfecto: dejé la cabeza hundida en el fondo del abrevadero, y continué desvanecido pese a los golpes en la cara y en el pecho, y cuando me quisieron sentar en el borde del abrevadero, me derrumbé y caí al suelo sucio de vómitos y sangre.
“Este huevón no se nos puede ir sin soltar la pepa”.
Increíble: estaban asustados.
Ese día me dejaron en paz y me devolvieron al calabozo con los otros detenidos.
Sin embargo, había algo que minaba mi corazón a medida que llegaban más detenidos: los gritos desgarrados, el terror en los ojos, y lo peor, los gritos y los llantos de las mujeres violadas en las noches. Entonces por primera vez lloré. Si antes estaba aterrado, ahora era la pena, la impotencia, el sentimiento de culpa.
Luis Corvalán nos lo había dicho en una conversación informal con la Jota en el local del Partido, en una visita a Chillán, luego del triunfo de la Unidad Popular: “Este es un carril, camaradas”. Pues no estábamos preparados para llevar a cabo un programa de reformas que amenazaba a la oligarquía terrateniente, la oligarquía financiera y el imperialismo yanqui, los que no renunciarían a sus intereses sin luchar hasta la muerte. Y cuando se le preguntó por qué nos embarcábamos en un proyecto tan arriesgado, contestó que si nos acusaban de reformistas y revisionistas, ¿qué podría ocurrir si renunciábamos?
Hay una enseñanza del viejo Ninja, un personaje de los niños de hoy, que me ha gustado mucho: “Nunca ataques si no estás seguro de vencer”.
En su visita a Chile, Fidel Castro dijo:
“Hemos venido a ver algo extraordinario, algo extraordinario: en Chile está ocurriendo un proceso único. Algo más que único: ¡insólito!, ¡insólito!”
Al recordarlo en aquellas horas, me daban ganas de golpear la cabeza en la pared del calabozo.
Y más adelante dijo:
“Y hemos podido comprobar un principio contemporáneo: que la desesperación de los reaccionarios, la desesperación de los explotadores en el mundo de hoy —como ya se ha conocido nítidamente por la experiencia histórica— tiende hacia las formas más brutales, más bárbaras de violencia y de reacción”.
Incluso nos advirtió:
“La reacción, la oligarquía está mucho más preparada de lo que estaba la de Cuba, mucho más organizada y mucho más equipada para resistir los cambios, desde el punto de vista ideológico. Han creado todos los instrumentos para librar una batalla en todos los terrenos frente al avance del proceso. Una batalla en el campo ideológico, una batalla en el campo político, una batalla en el campo de masas —fíjense bien— ¡una batalla en el campo de masas contra el proceso!“
Una mañana, ante mi incredulidad, me liberaron. 
Aunque resultara insólito, estaba libre. Me fui a Chillán, donde se hallaba refugiada mi mujer y mis hijos.
¡Qué ingenuo era yo en aquel tiempo!
Era una trampa para hacer caer a los que estaban 'sumergidos'. Ellos pensarían: si soltaron a Harold... ¿Para qué seguir exponiendo sus vidas? Mejor era entregarse.
No sé si aquello ocurrió. El hecho es que una patrulla de carabineros me fue a buscar en un jeep para llevarme al retén del río Ñuble, el último paradero de muchos detenidos desaparecidos.
En aquel momento yo no tenía idea de lo que ahí ocurría.
De pronto sonó la radio del jeep, se oyó una voz cortante, y ya, dimos la vuelta y nos encaminamos a la comisaría de Bulnes.
Todo de nuevo. 
Yo no daba más.
Fue por eso que, en el último interrogatorio, les dije que yo era el dirigente y por lo tanto responsable de las acusaciones que hubiera en contra del partido.
Es que no daba más.
Y tuve suerte que en ese periodo todavía la tortura no estaba estructurada como vino a ser después con la siniestra DINA.
Al día siguiente me llevaron a la cárcel de Chillán como presidente de la Juventudes Comunistas, que me hizo desplegar una sonrisa en mi corazón, por lo que dirían mis camaradas al enterarse de mi nuevo “nombramiento”.
En enero de 1974, me llevaron a la Fiscalía. 
Aquí ocurrió algo muy extraño. El fiscal me dijo que yo tenía mucha suerte, porque gracias al presidente del Partido Nacional de la comuna de Quillón, yo me encontraba ahí. 
En verdad, yo no entendí el fondo de sus palabras.
Pasaron décadas antes de darme cuenta que estuve a punto de sumar mi nombre a la listas de desaparecidos.
El presidente del partido de derecha, era el padre de uno de mis alumnos del primer año básico. Siempre me quedaba con él fuera del colegio a la espera que vinieran a recogerlo. Ellos me decían que lo dejara solo, no más, pero yo siempre era amable con ellos. Así que me tomaron  mucho cariño. Supongo que fue la razón que tuvieron para no creer lo que se decía de mí.
Intercedió y me salvó la vida.
Pero el sentimiento de culpa no me aban-donó nunca.
Me atormentaba pensar en la pareja de pobladores.
Me consolaba imaginarme que él nunca llegó a militar en un partido político.
Hay un poema del libro El túnel, “Canción”, cuyo hablante es un joven obrero que no halla forma de contarle a su esposa su desencanto en la fábrica.
Después los olvidé, hasta hoy, cuando me he puesto a contar esta historia.
Con el tiempo, una vez libre de la relegación y del control militar (que esa fue mi condena, desde marzo de 1974 hasta diciembre de 1979), me reincorporé a la lucha en un comité de resistencia y al Partido Comunista, porque era un deber moral hacerlo. No íbamos a dejar a nuestros hijos tan riesgosa tarea, aunque ya no confiaba en ningún partido político. Pero esto es otro tema.

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