viernes, 26 de marzo de 2021

Monólogo





LA CONFESIÓN DE ADÁN


Prólogo

EN MI VIDA HE TENIDO MALOS SUEÑOS; MAS, EL QUE TUVE UNA NOCHE DE INVIERNO EN UNA ISLA CÉNTRICA DE ESTOCOLMO, FUE DANTESCO: SOÑÉ CON ADÁN, YA ANCIANO.

ÉL APARECÍA EN LA NIEBLA NOCTURNA –ARRASTRANDO LOS PIES POR LA SUPERFICIE CONGELADA DEL LAGO– Y, CABIZBAJO, CON UN DESESPERANZADOR AIRE DE HUMILLACIÓN Y DESAMPARO, ME ALCANZABA UNA TABLILLA DE ARCILLA ESCRITA EN DIALECTO CANANEO-MOABITA. SEGUIDAMENTE MURMURABA: 

«MÍRAME, ESTOY VIEJO Y, POR POCO, CIEGO. TOMA ESTO: ES MI CONFESIÓN. SU OBJETO NO ES BUSCAR EL PERDÓN DE USTEDES NI LA RECONCILIACIÓN CONMIGO MISMO, PUES LO QUE YO HE HECHO ES ABOMINABLE. PERO, COMO QUIEN MÁS, QUIEN MENOS HA DADO SU VERSIÓN DE MI VIDA TRAS LA SALIDA DEL EDÉN, HE ESCRITO ESTAS PALABRAS QUE SE HAN DE LEER CON BUEN JUICIO. ELLAS CONTIENEN EL RELATO DE LO OCURRIDO ENTONCES EN EL HUERTO Y LA VERDAD DE LA NATURALEZA HUMANA, DE LA QUE SOY RESPONSABLE, POR MI REBELDÍA. AHORA, LO QUE HAGAS CON ELLA, NO ME INCUMBE. LO MÍO LLEGA HASTA AQUÍ».

Y DESAPARECÍA EN LAS TINIEBLAS.

UNA VEZ A SOLAS, LEÍ SU TESTIMONIO SIN DIFICULTAD, POR LA GRACIA DE LOS SUEÑOS QUE DURA MIENTRAS UNO SUEÑA.

AL DESPERTAR AQUELLA MAÑANA, ME DI CUENTA QUE RECORDABA CADA PALABRA DE LA TABLILLA.

POR SUPUESTO, ALCÉ MIS OJOS AL CIELO Y BENDIJE AL ALTÍSIMO.

FASCINADO, ME APRESURÉ A ESCRIBIRLO EN LA COMPUTADORA, QUE, MOVIDO MÁS POR LA INTUICIÓN QUE POR EL ANÁLISIS, COMPARTO EN LA RED INFORMÁTICA.

La confesión

Me desgarra el alma el recuerdo de aquella hora aciaga en que mi desacato desataba la ira de mi padre. La fría oscuridad que sobrevenía y las severas voces de los ángeles que me conminaban a abandonar el amado Huerto. Después –una vez al otro lado del Muro–, el estremecimiento de intemperie y de proscrito; solo, sin Eva. ¡Mísero de mí! Aterido, me quedaba toda aquella noche, antes de dar la vuelta para iniciar el camino a través del desamparo, lejos, lejos del hogar. Sin embargo, pese a mi orfandad, me animaba a seguir en una peregrinación continua y fatigosa. Así, de a poco, iba aceptando a no ver un sol que ascendía hacia la magnificencia, sino uno que andaba o como luna de día o como ojo de Infierno, porque las puertas del mundo –en el Poniente y el Oriente–  se hallaban cerradas en represalia por mi apostasía, de lo que ya me habían alertado los ángeles cuando cruzaba el portón del Muro al destierro. Los mismos que no cesaban de espiar mis pasos insomnes (insomnes por mi resentimiento). ¡Incluso más! Ignoraba que iba al encuentro con la Muerte, que ocurriría en una senda en la falda de un cerro, a la hora del alba. Primero, se presentaba con la apariencia de Eva; a continuación, de lagarto; al final, de ángel de alas mutiladas, que me decía: «Yo soy tu nuevo monarca». Y agregaba: «Te presento a tu esposa», y señalaba a una mujer que aparecía por debajo de las ramas de los sicomoros del cerro. Era Lilit. Turbado –por el tiempo que llevaba sin verla tras su abandono del Edén–, solo la miraba, dudoso de que fuera obra de la Muerte. Pero ahí estaba ella: su hermoso cuerpo; su ardiente cabellera; sus verdes ojos; su resuelta índole. «Pues bien», continuaba hablando la Muerte, «disfruten. Son libres. Llenen la tierra, y sométanla. Y para que se alimenten, les entrego toda clase de plantas con semillas y toda clase de árboles frutales, y los peces del mar, las aves de los cielos y todo ser viviente que exista en la tierra». Yo, complacido, admiraba desde la cumbre todo lo que la Muerte me señalaba con los brazos extendidos; mientras, mi nueva esposa se acercaba y me invitaba a internarnos en la arboleda –momento en que el ángel, mudado en serpiente, se deslizaba cuesta abajo–. Entonces, pues, ardorosos, callados, descubríamos nuestras desnudeces, nos mirábamos y hacíamos patente nuestra lujuria. Ella, impetuosa, me recostaba sobre la hierba y se ponía encima de mí. Rápida me cogía las manos –suavizadas en el oficio de la escritura y las oraciones– y se las pasaba por su cuello, senos y nalgas, retorciendo el cuerpo, blasfemando con harta furia en los ojos, tirando mordiscos, hundiendo las uñas, que mucho era el gozo, ese dolor. Más aún en cuanto comenzaba a helarla en lo íntimo. De pronto –en medio del frenesí–, arqueaba la espalda y daba un grito que espantaba las avecillas de la maleza y la espesura. Enseguida se inclinaba con su cabello cayente y me besaba, se recostaba desfallecida sobre mi dorso sudoroso, sin cesar de jadear, susurrar.  Finalmente, se deslizaba para yacer a mi lado, satisfecha, plena. En tanto, yo, hecho hombre, amo y soberano –si bien el corazón vacío de esperanza–, accedía a vivir en este mundo, y para la Muerte.



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